Cuando una escuela de Ruanda se convirtió en el escenario de una masacre

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Juliet Mukakabanda se escondía con su marido y tres hijos en una pequeña iglesia al sur de Ruanda en 1994 cuando la familia fue llevada a una escuela cercana por líderes locales que les prometieron «protección» ante el genocidio en marcha en ese país. 

Como hutu casada con un tutsi, Mukakabanda y su marido eran objetivos prioritarios de los extremistas hutus que sembraron el terror en el país. 

Se calcula que unas 800,000 personas, mayoritariamente tutsis, murieron entre abril y julio de 1994 en el genocidio de Ruanda. 

Algunos de los episodios más oscuros tuvieron lugar en la prefectura de Gikongoro, donde la familia se refugiaba. 

Allí se encontraron frente a un baño de sangre supuestamente orquestado por líderes locales, que incluyen al prefecto Laurent Bucyibaruta, juzgado a partir del lunes en Francia por genocidio, complicidad con genocidio y complicidad con crímenes contra la humanidad. 

La familia, aterrorizada, se cobijó primero en una iglesia local en Gikongoro (desde entonces rebautizada como Nyamagabe) después de que masas hutus prendieran en llamas las casas de los residentes tutsis de su aldea. 

Después se unieron a la muchedumbre que se refugiaba en la Escuela Técnica Murambi de Gikongoro, persuadidos de que ese recinto en la cumbre de una colina era su mejor opción para esquivar a las milicias que patrullaban Ruanda con pistolas y machetes. 

Pero era una trampa. 

Unos días después, sobre las 3H00 de la madrugada del 21 de abril, su supuesto santuario fue atacado. 

«Escuchamos disparos fuera del complejo escolar. Los asesinos tenían pistolas, granadas, garrotes, machetes, todo tipo de armas. Mi principal preocupación eran mis niños, no sabía cómo protegerlos», explica Mukakabanda a AFP. 

A sus 58 años, Mukakabanda relata sus recuerdos desde esa misma escuela, ahora convertida en uno de los principales memoriales del genocidio de Ruanda, con filas de monumentos de granito negro con los nombres de los fallecidos y el número de la clase donde descansan sus esqueletos. 

– ’34 sobrevivientes’
Con las milicias rodeando la escuela, su marido y otros hombres decidieron salir a luchar, dejando a las mujeres encerradas en las aulas con los niños. 

«Lucharon con todo lo que podían, con piedras y palos. Pero no podían igualar a las balas y las granadas», relata. 

Cuando la marabunta rompió la puerta, Mukakabanda recuerda arrodillarse al suelo, con su niña de un mes mecida a su espalda, y empezar a rezar y a pedir compasión. 

Al ver su carné de identidad hutu, los milicianos le dijeron que se quedara fuera mientras entraban al edificio, yendo habitación por habitación y masacrando a todos, incluido su marido y dos de sus hijos. 

De acuerdo con los testigos de esos atroces sucesos, los líderes locales aseguraron a la población tutsi que podrían protegerlos mejor si estaban en un solo lugar en vez de dispersarse, y les prometieron comida y agua. 

En vez de ello, las autoridades cortaron el suministro de agua a la escuela y privaron de comida a sus inquilinos, haciendo más difícil que resistieran al ataque. 

Mukakabanda extiende su dedo acusador a Bucyibaruta, que rechaza los cargos y cualquier implicación en la masacre, según sus abogados. 

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